Tras la tormenta, como dice el refrán, siempre llega la calma. El “Patacoja” pareció quedar destrozado. Las olas del mar, ya calmadas, habían llevado hasta la orilla de un malecón al barco con la tripulación, que poco a poco se despertaba. Algo desubicado, el capitán Blablá salió del navío y llamó a sus compañeros para que fueran con él y vieran los destrozos causados por la tormenta en el “Patacoja”. Paseaban por los restos del barco cuando el capitán Blablá se acercó a su despacho para comprobar que las llaves habían sobrevivido. Rebuscó por todas partes, pero no las encontró. En su lugar, había un viejo candil cuya mecha estaba apagada y aparentemente irrecuperable. Entristecido, pensó que lo había perdido todo, pero como un buen capitán no se rindió.
El pescador Pilpil y el teniente Gluglú observaban el “Patacoja” con desaliento, junto con otros piratas de la tripulación. De nuevo, para ellos todo resultaba perdido. El pescador Pilpil, que observaba desde lejos el disgusto del capitán, se levantó en cólera alegando que volvería a Isla Tortuga, puesto que un viaje de tales dimensiones no era soportable para un simple pescador. Algunos de los que formaban la tripulación comenzaron a gritarse, quejándose de la aventura fallida que habían vivido y prometiendo que se marcharían de allí en ese instante, en busca de otro barco pirata con el que navegar. El teniente Gluglú, que era el último que quedaba por sublevarse, alegó que no soportaba las ampollas generadas por andar sin parar y que no estaba conforme con el mal tiempo que habían tenido durante el viaje. El capitán Blablá, al escuchar todo esto, se sintió solo.
- ¡Un buen capitán nunca abandona su barco! - se repitió a sí mismo alzando cada vez más su voz.
Muchos se abalanzaron contra él envainando su espada. Le insultaron y rechazaron el viaje. Parecía que ya no estaban dispuestos a desempeñar sus compromisos con el funcionamiento del barco y a asumir las renuncias que conlleva una aventura de tal envergadura. Pero el capitán no se rendía, y trataba de explicarles, a voz en grito, que todo esto debía terminar. En ese momento, inmersos en una gran pelea pirata, el pescador Pilpil, que luchaba cara a cara contra el capitán, dejó caer de entre sus ropas la caja de las llaves. Todo se paralizó. El capitán Blablá se sintió verdaderamente estafado y decepcionado. Pero Pilpil, queriendo mantener sus argumentos a flote, añadió que él necesitaba ese tesoro más que nadie y que tendrían que matarle si querían recuperarlo.
Para evitar un enfrentamiento violento, el capitán se retiró decepcionado a su camarote. Dejó caer la noche y esperó a que se calmaran los ánimos, sacó el candil y recuperando su mecha la prendió. Entonces salió a la superficie y acercándose uno a uno se interesó por los motivos que les habían llevado a emprender ese viaje. Algunos se embarcaron por vocación hacia su profesión de marinos, otros en busca de la satisfacción de una misión cumplida. Poco a poco, mientras el candil se consumía, los tripulantes recuperaban la confianza en el viaje. Por último, el capitán se acercó a Pilpil que comprendió que una aventura de tal magnitud sólo podía lograrse junto a otros y que el tesoro no tendría valor, si no tenía con quien compartirlo. Tras su conversación, el candil se apagó y entre los restos de aceite apareció la llave buscada. El capitán reunió a la tripulación en la cubierta y les recordó que debían trabajar en equipo para alcanzar el tesoro. Quien no estuviera convencido, podría abandonar el viaje y marcharse sin castigo, a pesar de lo que marcaba la norma pirata. Poco a poco, los marineros se fueron retirando a sus camarotes, hasta que el capitán y el teniente se quedaron solos. Entonces, contemplando las estrellas, se dieron cuenta de que el mapa estaba frente a ellos. Había una constelación singular, que tenía un brillo diferente al resto. Parecía que señalaba un lugar de la isla. El teniente Gluglú, haciendo uso de sus conocimientos sobre cartografía, anotó el lugar sobre su mapa.