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Final en las Arenas de Aravalle, en la Isla del Tesoro Escondido

Los piratas se despertaron. Con algo de resaca, emocional por supuesto, de los festejos del día anterior, se reunieron para hacer el reparto del gran botín. El capitán Blablá, que custodiaba el cofre y el total de las llaves como le había pedido la tripulación, hizo un rápido recuento de todo lo conseguido. Sin embargo, había algo que no le cuadraba. Tenía tan solo once de las doce llaves necesarias.


No era muy bueno haciendo cuentas, por lo que pidió al grumete Pi que le ayudara, ya que él era el encargado de llevar la contabilidad del “Patacoja”. El marinero volvió a contar.


- Son once, mi capitán. Nos falta una. - Le insistió.


Hizo varias veces aquel recuento, ayudado por el teniente Gluglú, que participaba en la resolución de todos los problemas del capitán. Pero por más veces que las contaban, menos llaves salían. Había once de ellas, estaba claro, y sin la última no podrían abrir el maravilloso cofre.


Mientras discutían sobre el verdadero número de llaves que habían obtenido, empezaron a escuchar unas voces a lo lejos. Se alarmaron por si eran ladrones que querían robar su tesoro. De pronto, aparecieron de entre los cocoteros de la playa un grupo muy numeroso de personas de una edad mayor a la suya. Cuando se acercaron, sus rostros les parecieron familiares. El capitán Blablá comenzó a reconocer a algunas de ellas: los grumetes Navarrete, la tribu pirata de los Larrú, la famosa saga de los Pimentel, la tripulación Gómez Josa… Todos ellos procedían de otros barcos piratas que, siguiendo sus pasos, habían logrado llegar hasta allí.


Hablaron de lo sucedido, y aunque el reparto cada vez iba disminuyendo, decidieron unir sus fuerzas para encontrar la última de las llaves. Con el poder de tan importantes capitanes, los conocimientos de tan sabios tenientes y la fortaleza de tan numerosa tripulación lo lograrían.


Tras enfrentarse a una singular búsqueda en las Arenas de Aravalle, obtuvieron la última de las llaves. Se sentaron a repartir, por fin, el gran tesoro. Según indicaba el código de conducta pirata, lo justo sería que todos los capitanes y segundos de a bordo recibieran dos partes del botín, el maestre, como era el caso del pescador Pilpil, una parte y media, y el resto de la tripulación parte y cuarta. A cada uno se le daría según sus capacidades, todos estaban de acuerdo.


El capitán Blablá tomó el cofre y, encajando las doce llaves, lo abrió. Su rostro cambió y se volvió pálido, como cuando un pirata se marea en la cubierta del barco navegando en alta mar. Todos pensaron que sería por el asombro de ver tan enorme botín, pero parecían equivocados. El capitán Blablá, que por primera vez en la vida se había quedado sin palabras, entregó el cofre al teniente Gluglú. Su gesto también cambió. El cofre resultaba estar totalmente vacío. No había ningún tesoro. La cuenta se hacía todavía más complicada, no sabían dividir al cero.


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