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Incursión en la Gruta de los Teófilos, en la Isla del Tesoro Escondido

Tal y como había leído el teniente Gluglú con sus grandes conocimientos sobre cartografía, el último punto del mapa se encontraba tras haber caminado los casi cien kilómetros que recorría la Isla del Tesoro Escondido. La tripulación se sentó tras su llegada a descansar sobre la arena, mojar los pies en las orillas del mar y tomar algún que otro trago de agua. Sin embargo, el capitán Blablá se sentía algo preocupado. A pesar de haber llegado al punto exacto que marcaba el mapa, no encontraba allí nada semejante al tesoro que buscaban. Comenzó a pasear por la playa, solo y pensativo. Despacio y sin rumbo. Blablá tomó de su bandolera un catalejo de gran calidad y observó de un lado a otro el paraje al que habían llegado. De pronto, algo desconocido se presentó ante sus ojos. Parecía ver una especie de agujero con forma de cueva que había sido construido a base de arena y rocas.


- ¡Tierra a la vista! - advirtió Blablá.


Cuando el pescador Pilpil y el teniente Gluglú lo escucharon, llamaron a la tripulación y corrieron juntos hacia allí, llegando hasta el lugar que el capitán había visto. Ninguno quería quedarse sin admirar aquel maravilloso tesoro del que tantas veces les habían hablado. No podían creerlo. ¡Lo habían encontrado! Aquel agujero se trataba de un pequeño templo que parecía cuidado por el propio mar. Se encontraba en un estado perfecto y de una belleza natural que solo podía ser admirada. Y dentro, el esperado cofre del tesoro. Parecía alumbrarse con el brillo del sol. Un gran cofre de madera se mostraba ante ellos. Sobre él, lo que podría ser la última de las llaves.


La tripulación pidió al capitán Blablá que tomara aquel cofre y que lo custodiara como había hecho con todas las llaves y trozos de mapa encontrados en el camino. El capitán lo tomó entre sus brazos y sintió una satisfacción profunda. Estaba cumpliendo el sueño de “El Loco”, su difunto padre.


Regresaron hasta el lugar donde habían abandonado sus pertenencias. Mientras volvían, el sol se iba poniendo. Todos saltaban y gritaban emocionados por haber conseguido aquello que tanto ansiaban. El capitán, que caminaba un poco detrás de ellos, les observó. Se sintió entonces acompañado y agradecido por haber logrado mantener un grupo tan numeroso y capacitado durante un viaje tan importante, a pesar de todas las dificultades que tuvieron que enfrentar. Cada uno de ellos, aunque fueran un gran número, había aportado algo valioso al equipo. Continuaron caminando, despacio y casi sin rumbo. Llegaron hasta un lugar seguro para pasar la noche y montaron entre todos una gran fiesta. ¡Habían encontrado el tesoro y eso era motivo de celebración!


- ¡Somos ricos! - gritaba uno de ellos.


Entre tanto alboroto, olvidaron abrir todavía el maravilloso cofre. Una vez conseguido, solo pensaban en festejar. Deseaban repartir aquel botín de manera justa y sin dejarse llevar por el entusiasmo de la celebración. Prendieron una hoguera y, siguiendo el derecho de todo pirata a consumir provisiones frescas y licores fuertes, cenaron un manjar de peces que Pilpil había pescado en aquel inmenso mar y se saciaron de las mejores bebidas. Comieron y bailaron las canciones piratas que habían aprendido de sus predecesores, impulsados por el entusiasmo del teniente Gluglú, que además de cartógrafo era un gran conocedor del ritmo ragatanga. El capitán Blablá reía y disfrutaba con todos ellos. Festejaron hasta el amanecer, agotados de la fiesta, y descansaron algunas horas para encontrarse con todas las capacidades necesarias para hacer el reparto


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