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La memoria de la cantimplora

Veintiséis primaveras distan de aquella en la que tomé la decisión de seguir esa intuición profunda, desafiante, mística, de que mi vocación conducía al sacerdocio. Aterricé en un desconocido Burgos para mí que conformaba un escenario apropiado de cambios en todas las dimensiones posibles.

Cuatro semanas después me asignaron a la primera parroquia de mi vida: san Pedro de la Fuente. No la primera a la que pertenecí, ni a la que acudí a la eucaristía, pero sí la primera en la que mis raíces encontraron el agua que buscaba la samaritana, la primera en la que tenía todo el sentido arriesgar tiempos, talentos y todo el descanso necesario. La primera en la que dar la vida era el pago justo a tanto recibido.

Mi primer cometido, un grupo de adolescentes, quince o dieciséis años debían ser por entonces. Tras mis primeros encuentros yo no acababa de entender por qué se decían cristianas, pero seguramente ellas tampoco.

Aquél fue el comienzo de seis años decisivos, de convivencias en pueblecitos perdidos en la geografía y ahora en el abandono, de horas y horas de diálogos acompañando el descubrimiento de la vida, de sus bellezas y de sus sinsabores, de club de tiempo libre en la parroquia, de sardinadas el miércoles de cuaresma, de actividades diocesanas y de mucho mucho compromiso en la educación de mujeres del colectivo gitano en el proyecto de Cáritas.

Ellas se fueron haciendo personas y yo, con ellas, me hice catequista, acompañante y seguramente gran parte de lo que tú veas ahora de testimonio creíble de un cura de barrio, que aún tiene desde luego mucho que aprender y que pulir.

Entonces se estilaba ponerle nombre a los grupos, Éxodo el nuestro, que aún se vive con orgullo. Y es que adquirió hasta tonos de reivindicación teológica cuando una de las chicas del grupo, Susana, en una ardorosa discusión de estas que a veces no se sabe por qué tenemos en la Iglesia, reivindicó ante un representante episcopal que proponía su retirada: "si Éxodo fuera solo un nombre, ya lo habríamos recorrido".

Si vas a mi casa, te llamará la atención una vela en la que se superponen colores y que solo empleo una vez al año para que siga sobreviviendo al paso del tiempo. Me consta que es reconocible en otros hogares de Burgos. Fue un regalo de Alicia en un día de Reyes para el grupo porque algunas de ellas no lo celebraban en sus casas.

Si subes a mi coche, verás una extraño patuco de bebé colgando del retrovisor en el que aún se puede leer -para que nos tengas presentes en tu nueva vida-, regalo de despedida el día que me destinaron a Madrid...

Luego la vida separó nuestros rumbos pero nunca con excesiva distancia, lo que permitió que nuestros barcos siguieran cruzándose en la navegación o en los puertos en los que alcanzar descanso.

En concreto, con Susana, volvimos a compartir parroquia, y grupo, ahora ya de adultos, en una parroquia de Madrid, antes de que los vientos me trajeran a Tres Cantos mientras ella quedaba como responsable de Cáritas en aquella barriada.

Veintiséis primaveras son muchas leguas y travesías y las corrientes de los mares tienen sus caprichos y providencias... Susana alcanzó sus sueños de familia, de hogar y de vida transmitida. -Lo más bonito de la casa-, se llama Mario, me recordó ayer al salir de la parroquia. Este mayo hizo la primera comunión y en este verano se ha atrevido a navegar en otras naves con nuestro campamento que su parroquia no puede ofrecerle. Es que somos muy ricos.

Ayer vino a verme varias veces. Para contarme que le gustaba mucho la finca, que dormía en la tercera tienda, para decirme el nombre de los nuevos amiguitos y para mostrarme con orgullo que la esterilla y la cantimplora eran las de su madre.

Es una laiken roja, de las de toda la vida. De las que se quedan olvidadas al final del campamento porque no sabemos dar valor a las cosas y estas son baratillas. Pero no es una cualquiera. Está personalizada por heridas de guerra que le otorgan un valor casi sagrado. El desgaste de la pintura que acredita largos años de servicio. Unas recias abolladuras que certifican que nos fueron veranos cualquiera, sino de aventuras y seguramente varios itinerantes a su espalda...

En el tapón un vetusto cordón de hilo entrelazado de los que se confeccionan en los tiempos libres después de comer... Y un vuelco al corazón...

No somos desconocidos. Yo conozco esta cantimplora y ella a mí. Como en las películas del oeste, se cruzan miradas que presuponen mucho vivido juntos, en este caso no de enfrentamientos violentos... Esta cantimplora lleva en su memoria aquél campamento en Poza de la Sal en el que Susana era una adolescente brillante, rebelde y mas trasgresora de lo que ahora espera que sean sus chicos. Esta cantimplora sabe donde está Huerta de Rey y qué ocurrió en aquél campamento de piratas de 2003, para que veinte años después siga grabado en nuestros corazones cuando aquella adolescente Susana era ya una joven monitora que acompañaba a otros al privilegio de un campamento.

Esta cantimplora ha dado de beber a Azu, a Risti, a Carol, a David, a Chau, a Lucía, a Polo, a Juven, a Alicia, a Vanesa, a Diego, a Noelia... y a tantos nombres sin los que no sabría escribir mi historia.

Le pido a Mario que me deje hacerle una foto.

Han pasado muchos años. Han cambiado muchas cosas. Pero los sueños y los ideales son los mismos. Muchos de ellos cumplidos. Otros descartados por insensatos. El resto animan a seguir peregrinando.

La cantimplora de Mario, el tesoro de Susana, la que fuera catecúmena de aquél seminarista no me hace sentirme mayor, sino agradecido. Satisfecho e ilusionado. Entusiasmado por lo que sea posible ofrecer. Qué regalo poder ofrecer a su tesoro el que ella descubrió y que a tantos ha ofrecido.


Número de heridos graves: 0

Número de heridos leves: 0

Número de niños malitos: 0

Número de niños en sudadera por la noche: fliparías.

Mamítis: No constan.

Número de niños nerviosos, desgraciados de ellos, que se despiertan a las 6.00 y ya no se duermen: Más de lo deseables.





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