En este viaje de furgoneta no me tocaba ir pero como dice el Evangelio de Juan: «El que lo vio, da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice verdad, para que vosotros también creáis».
Nos han tocado muchos kilómetros este año en Linares. La primera parte de la semana está organizada en modo colonia urbana en horario de 10.00 a 15.30. Así da margen para ofrecer un desayuno y que marchen comidos a casa. Tristemente, para algunos es uno de los primeros motivos por los que sentir felicidad.
Los dos últimos son de campamento de verdad, con saco, ropa para dos días que en muchos casos es la misma repetida y, en definitiva, con los nervios propios de una aventura que tú conoces por la ilusión de tus hijos cuando van a Aravalle.
Como hace cuatro años que no podíamos ofrecer esta experiencia, algunas familias tenían sus dudas y reticencias lógicas: «son muy pequeños», «nunca han salido de casa», «son mi tesoro y no soy capaz de dormir si no están conmigo...». Que una familia gitana acceda solo a que sus hijos participen en la versión urbana es ya un signo de una confianza que hay que valorar en su contexto cultural.
Así que para media docena de ellos la solución pasó por llevarlos a casa tras la velada y volver a recogerlos para el desayuno. Un poco jaleo, pero esfuerzos más que justificados en su inversión.
Para estos el campamento terminó un poco más pronto, en la noche del miércoles y protagonizaron la primera ronda de lágrimas...
Manuel, un pequeñito fibroso, descarado y pispireto se mostró emocionalmente muy alejado en la oración final y durante la cena. Protagonizó, así, situaciones absurdas y hasta grotescas. En lo que monitores y niños se despedían aprovechó la intensidad emocional para escaparse y regresar con las manos llenas de patatas fritas anticipando el festín de la cena. No sin antes romper el clima general con los típicos exabruptos de quien termina por pasarse la mayor parte de la primaria castigado en el pasillo.
Es momento de regresar a casa. Besos y abrazos, despedidas reiteradas como si fueran capaces de evitar la marcha final. Y una improvisada despedida de los mayores nuestros corriendo alrededor de la furgoneta para que los niños se sintieran acompañados más allá de lo que resultara razonable para sonrisa agradecida de los niños.
Pero las piernas dan lo que dan y 500 metros después ya no hay gritos de los monitores despidiéndose con golpecitos en la ventana. Solo silencio y una carretera oscura.
Los dos monitores que les acompañan, sentados delante, tampoco están para discursos y su esfuerzo se concentra en contener lágrimas con el consuelo de que las que se viertan puedan camuflarse en la noche.
En este esfuerzo se hace más sonora la conversación entre los chicos que en los asientos posteriores intentan interpretar lo que están experimentando...
-Yo no sé porqué lloramos si nos vamos a ver todos en El Cerro-.
-Sí pero ya no van a estar los maeeessstros-...
Cristo, sentado justo detrás de una de las monitoras, se dice algo a sí mismo que en un intervalo de silencio es posible reconocer: "no son maestros, yo también les llamaba así al principio pero luego entendí que son mucho más".
La meditación se acompaña de unos callados sollozos.
Definitivamente Manuel, el aparentemente frío y distante, solo estaba estableciendo una barrera emocional con lo que vivía. Siento las situaciones que le hayan hecho a aprender el mecanismo a una edad tan temprana. Ahora es el que llora más desconsoladamente.
(Dedicado, con toda la rabia de mi corazón, a quienes se escudan en que los gitanos, o los emigrantes, o los pobres que nos tocan al lado están donde están y como están porque no quieren integrarse).